En 1925 el inimitable Charlot se fue a las heladas tierras de Alaska siguiendo los pasos de millares de buscadores de oro, la mayoría deshechos humanos, sin oficio ni beneficio, en aras de un sueño en forma de vil metal dorado.
“La quimera del oro” marca el inicio de la madurez y la consolidación del cine de Charles Chaplin. La lucha contra los elementos de la naturaleza, y contra el mismo ser humano. El espíritu de supervivencia y el corazón en un puño al lado de los desheredados de la fortuna.
El silencio es oro.Algunas de sus imágenes y escenas son antología del cine. Como el momento en que se dispone a darse un banquete con sus propias botas, separando sibaríticamente, y cual espinas, los clavos del calzado; y engullendo los cordones como si se tratase de deliciosas tiras de espagueti. Y, de segundo plato, una suela de zapato para lamerse los dedos, como si fuera el más tierno de los bistecs.
Y para que vean lo contento que estoy ante tal banquete, pincho con los tenedores un par de panecillos a modo de bailarinas que animarán el festín.
La imaginación es la mejor aliada para engañar el estómago, la única riqueza cuando la pobredumbre y la desesperación se adueña de uno.
Y es quintaesencia del cine de Chaplin, donde no faltan los elementos sentimentales y blandos, innatos en la mirada tierna de este genio. Tal vez también le sobre un final demasiado dulzón y acomodado, pero es una de sus mejores películas mudas, ¿y quién no recuerda esa escena citada, u otras?.
Como la del también desdichado compañero de cabaña del vagabundo protagonista, “Big” Jim (Mark Swain), que en su ‘delirium tremens’ llega a confundir al pobre trotamundos ¡en una suculenta gallina! Lo de “Big” Jim es más carnoso y terrenal.
Es oro todo lo que reluce.Su coranzocito también late lleno de amor, en esta ocasión para ganarse, a parte de algunas pepitas, la mano de una inaccesible Georgia (Georgia Hale), una de las chicas que trabaja en un local para animar y divertir a la famélica, de monedas y sexo, clientela masculina del poblado minero.
En otro recurso, pobre en cuanto a medios, rico en imaginación, Charlot se ata los pantalones con un cordel para evitar que se le caigan mientras baila con su pretendida. Y un tercero se únirá accidentalmente a la pareja, un perrito que era el usufructario de ese cordel y que ahora, atado a los calzones del despistado protagonista, se verá involucrado, siguiendo y virando, a los compases de la música.
O la memorable secuencia hacia el final, con la cabaña desplazada cerca de un precipicio por culpa de una fuerte tormenta de viento y que dará lugar a otra danza, esta vez a vida o muerte, para evitar caer y dar con sus huesos en el fondo del barranco.
“La quimera del oro” es una inyección de risas, de originalidad e ingenio. Y para cuando se me haga necesario, haré caso a este hombrecillo ataviado con harapos, bombín, bastón y bigote: ninguna burla, ninguna desdicha podrán interponerse en mi camino.
“La quimera del oro” marca el inicio de la madurez y la consolidación del cine de Charles Chaplin. La lucha contra los elementos de la naturaleza, y contra el mismo ser humano. El espíritu de supervivencia y el corazón en un puño al lado de los desheredados de la fortuna.
El silencio es oro.Algunas de sus imágenes y escenas son antología del cine. Como el momento en que se dispone a darse un banquete con sus propias botas, separando sibaríticamente, y cual espinas, los clavos del calzado; y engullendo los cordones como si se tratase de deliciosas tiras de espagueti. Y, de segundo plato, una suela de zapato para lamerse los dedos, como si fuera el más tierno de los bistecs.
Y para que vean lo contento que estoy ante tal banquete, pincho con los tenedores un par de panecillos a modo de bailarinas que animarán el festín.
La imaginación es la mejor aliada para engañar el estómago, la única riqueza cuando la pobredumbre y la desesperación se adueña de uno.
Y es quintaesencia del cine de Chaplin, donde no faltan los elementos sentimentales y blandos, innatos en la mirada tierna de este genio. Tal vez también le sobre un final demasiado dulzón y acomodado, pero es una de sus mejores películas mudas, ¿y quién no recuerda esa escena citada, u otras?.
Como la del también desdichado compañero de cabaña del vagabundo protagonista, “Big” Jim (Mark Swain), que en su ‘delirium tremens’ llega a confundir al pobre trotamundos ¡en una suculenta gallina! Lo de “Big” Jim es más carnoso y terrenal.
Es oro todo lo que reluce.Su coranzocito también late lleno de amor, en esta ocasión para ganarse, a parte de algunas pepitas, la mano de una inaccesible Georgia (Georgia Hale), una de las chicas que trabaja en un local para animar y divertir a la famélica, de monedas y sexo, clientela masculina del poblado minero.
En otro recurso, pobre en cuanto a medios, rico en imaginación, Charlot se ata los pantalones con un cordel para evitar que se le caigan mientras baila con su pretendida. Y un tercero se únirá accidentalmente a la pareja, un perrito que era el usufructario de ese cordel y que ahora, atado a los calzones del despistado protagonista, se verá involucrado, siguiendo y virando, a los compases de la música.
O la memorable secuencia hacia el final, con la cabaña desplazada cerca de un precipicio por culpa de una fuerte tormenta de viento y que dará lugar a otra danza, esta vez a vida o muerte, para evitar caer y dar con sus huesos en el fondo del barranco.
“La quimera del oro” es una inyección de risas, de originalidad e ingenio. Y para cuando se me haga necesario, haré caso a este hombrecillo ataviado con harapos, bombín, bastón y bigote: ninguna burla, ninguna desdicha podrán interponerse en mi camino.
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